lunes, 16 de mayo de 2011

Educar sin castigar







Educar sin castigar



Hay quien cree que es imposible educar sin castigar. Hay quien ni tan siquiera se plantea que pueda haber alternativas.

¿Alternativas?

Sí, las hay. Pero debemos replantearnos de arriba a abajo la relación padres/hijos. Hay quien cree que los niños son "adultos en período de pruebas", olvidando que son personas, que no se están preparando para la vida sino que ya están viviendo su propia vida.

Hay tres cuestiones fundamentales a tener en cuenta cuando pedimos algo a un niño o cuando, después de habérselo pedido y que no nos haya obedecido, nos proponemos castigarle:

1) ¿Qué es exactamente lo que quieres que haga, o lo que querrías que hubiera o no hubiera hecho?

2) ¿Por qué motivo quieres que haga lo que le estás pidiendo?

3) ¿Cuál quieres que sea su motivo para hacerlo?

¿Quieres que se acabe la comida porque tú lo has decidido de forma unilateral y arbitraria?

 ¿Quieres que se la acabe porque le has amenazado con quitarle la tele si no lo hace?
 ¿O quieres que se la acabe cuando realmente tiene hambre y necesita comer? Confía en él. 
Relativiza y pon el asunto en perspectiva: ¿qué importancia tendrá dentro de cinco (o diez o veinte) años el hecho de que hoy no se haya terminado la comida?





Cuando te hayas replanteado tus motivos, te darás cuenta de que empiezas a pedirle sólo las cosas que son realmente importantes.

 Pero ¿qué pasa si, aún así, tampoco obedece? Si no podemos castigarles, los niños tendrán vía libre para hacer todo lo que quieran, ¿no? Pues no.
 De ninguna manera. (Liberty, not license, que decía A.S. Neill). Lo que debemos buscar son las consecuencias lógicas y naturales a los hechos concretos.
 Supongamos que le has pedido que se vistiera, no lo ha hecho y, en consecuencia, vais a llegar tarde a la fiesta de cumpleaños a la que estáis invitados.
 Dejarlo sin tele, sin parque, sin postre o encerrarlo durante diez minutos (o uno por cada año de edad) en su habitación para que reflexione acerca de su actuación son cosas que no tienen absolutamente nada que ver con el comportamiento que hemos considerado inadecuado.
 SI habéis llegado tarde a un lugar al que le apetecía ir, es muy posible que el solo hecho de haber sido el último en llegar sea suficiente castigo para él. O el hecho de que sus amigos no quieran jugar con él cuando les pega o cuando no les presta sus juguetes. O el hecho de repetir curso por no haber estudiado lo suficiente.
 Con un castigo "extra" podemos corregirle, controlarle y reafirmar nuestra autoridad y nuestra superioridad, pero los efectos secundarios pueden ser devastadores: destruiremos su autoestima y frenaremos su crecimiento personal.

Con la disciplina positiva y las consecuencias naturales, en cambio, protegemos y educamos.

¿Qué necesitamos, entonces, para educar sin castigar?

En primer lugar, confianza. Debemos deshacernos de nuestra necesidad de tener el control permanente sobre otras personas, incluso aunque esas personas sean nuestros hijos.

En segundo lugar, empatía. No debemos esperar que hagan cosas para las que aún no están preparados. Debemos tener en cuenta sus limitaciones y adaptarnos a ellos, no esperar que sean ellos los que se adapten a nuestro mundo de adultos.

En tercer lugar, imaginación. La imaginación es el factor clave para encontrar alternativas al castigo. Antes de que la situación nos supere, podemos ponerle un toque de humor (unas cosquillas, un chiste, unas risas...). Podemos negociar de igual a igual. O podemos propiciar un cambio de contexto.

Pero, sobre todo, necesitamos ser coherentes (y ellos necesitan que lo seamos).

El comportamiento se puede manipular con un sistema de premiso/castigos pero, entonces, no estaremos educando personas sino que estaremos criando ratas de laboratorio. ¿Queremos niños libres y felices o queremos perros de Pavlov? ¿Es necesario recordar que el comportamiento se aprende por imitación?



Cuando pensar es un castigo


Poner a un niño de cara a la pared, arrodillado y haciéndole sujetar un par de pesados libros con cada mano no está bien visto. Pegarle es, incluso, ilegal en un gran número de países. En las sociedades occidentales los padres suelen disponer de poco tiempo (y, en ocasiones, de pocas ganas) para buscar otras formas más eficaces de disciplinar a los hijos. De ahí que un programa televisivo nefasto como es la Super Nanny haya tenido tantísimo éxito.





Como los castigos, en el sentido tradicional del término, empiezan a ser políticamente incorrectos, los adultos hemos recurrido no a nuevas estrategias sino a nuevos eufemismos. 


Hay un castigo clásico llamado “time out” (tiempo fuera) que consiste en aislar durante cierto período de tiempo al niño que se ha portado mal. En primer lugar, deberíamos revisar el concepto de “portarse mal”. 
¿Se ha portado mal el niño de dos años que ha derramado el vaso de leche porque todavía no ha terminado de desarrollar su motricidad fina?
 ¿Se ha portado mal el niño que ha montado un escándalo porque no quería bañarse a la hora que tú has decidido que debía hacerlo?
 En segundo lugar, deberíamos revisar, también, nuestras normas que, normalmente, son arbitrarias y tienen poco sentido. ¿Es realmente tan importante merendar a las cinco y no a las seis de la tarde? ¿O tendría más sentido que el niño merendara cuando tuviera hambre? ¿Es tan importante ver la tele sólo durante una hora al día? ¿O tendría más sentido negociar con él para que pueda ver su programa favorito completo en vez de disponer sólo de cierta cantidad de tiempo?

Aplicando este tipo de consecuencias artificiales lo que conseguimos es que nuestros hijos se esfuercen por no ser descubiertos en futuras ocasiones y esto implica que empiecen a mentirnos.
 Si nuestros hijos confían en nosotros y se sienten seguros en nuestra compañía, nos contarán las cosas que han hecho o que les han pasado.
 Pero, si no confían en nosotros y no se sienten seguros porque saben que les caerá una “consecuencia”, lo más probable es que no nos lo cuenten. Ni a los dos años, ni a los siete ni a los dieciséis.
 ¿Es ése el tipo de relación que queremos tener con ellos? Porque es fácil quejarse de lo herméticos que son los adolescentes y no querer darse cuenta de que, quizás, somos nosotros los que hemos alentado esta actitud cuando, de pequeños, los hemos mandado a “pensar” en vez de hablar con ellos.
Aislar al niño por haber incumplido normas que quizás no comprende (y que quizás no tengan ningún sentido) supone una enorme falta de respeto hacia él, además de una humillación totalmente innecesaria (como toda humillación, dicho sea de paso).


 Se le ha cambiado el nombre al clásico “time out” y ahora se le llama “silla o rincón de pensar”


Con lo cual convertimos el pensar en un castigo. Quiero creer que, en realidad, no queremos que nuestros hijos crezcan con la idea de que pensar es un castigo. Sin embargo, ése es justamente el mensaje que les transmitimos. Es más, durante el tiempo que dura su aislamiento (que, según “expertos” como la Super Nanny ha de ser equivalente a un minuto por año de edad) lo que el niño piensa en realidad es cómo evitar ser descubierto la próxima vez; y la lección que aprende es que gana el más fuerte o el más astuto. De este modo, el niño aprende a calcular el “precio” de sus acciones y a decidir, en cada caso, si vale la pena o no asumir el riesgo.

Desde los años 50, los científicos que han estudiado la disciplina han venido clasificando a los padres en función de que basaran sus actos hacia los niños en el poder o en el amor. 


La disciplina basada en el poder incluye (o puede incluir) pegar, gritar y amenazar.

Los castigos, por supuesto, son una forma de amenaza, un claro chantaje: “si no te acabas la comida, no podrás salir a jugar”, por ejemplo. La disciplina basada en el amor, en cambio, incluye prácticamente todo lo demás.
 A los lectores interesados en conocer alternativas prácticas y reales al castigo, les recomiendo encarecidamente la lectura de los libros “Por tu propio bien” de Alice Miller,
 “Crianza incondicional” de Alfie Kohn,
 “Ser padres sin castigar” de Norm Lee (disponible gratuitamente online),
 “Padres liberados, hijos liberados” de Adele Faber y Elaine Mazlish y el libro de Rosa Jové sobre las rabietas que está a punto de ser publicado. 
Para ir abriendo boca, pueden buscar en internet los siguientes artículos: “Cinco razones para dejar de decir muy bien” de Alfie Kohn, “Las rabietas” de Rosa Jové,
 “Ayudar a los niños a resolver conflictos emocionales” de Naomi Aldort o “Educar sin castigar” publicado por quien suscribe estas líneas en la revista www.atalisdigital.com (pág.47).



Artículo de Laura Mascaró

4 comentarios:

  1. Gracias por las entradas tan buenas que haces!Son verdaderamente de ayuda y alivio. Gracias también por la recomendaciones de los libros!

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  2. Hola
    Gracias a ti, me alegra mucho que te sirvan de ayuda.
    Un abrazo grande
    Isabel

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  3. Totalmente de acuerdo. Creo que castigar, amenazar, y pegar un niño es fruto del ego del educador. Cuantas veces escuchamos, es que tiene que obedecer. Queremos autómatas, no seres libres, nos creemos que nuestros hijos son de nuestra propiedad. No nos pertenecen, son criaturas de la vida.
    Yo me siento orgullosa de mi hijo, cuando si en alguna ocasión le alzo la voz, me hace reflexionar pausadamente y me dice:" mamá me estás hablando fuerte", para que yo recule. El sólo tiene cuatro años, pero sabe que no debe lesionar su autoestima a golpe de gritos.
    Yo no pretendo un hijo obediente, sino con criterio. Alucino con las madres que tras caerse el niño y ellas previamente le habían advertido del peligro, luego le cascan. No es suficiente con haberse caído. Muchas gracias. Nos puede el ego y la incoherencia inconsciente.

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  4. Muchas gracias por tu comentario. Me alegra que estés de acuerdo.
    Un abrazo.

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